30 de junio de 2014

VISITANDO A LOS HIJOS DE ALÁ



Escribió Pablo Neruda que “si no escalas la montaña jamás podrás disfrutar del paisaje”, lo que viene a significar que si te quedas en casa no sabes, a veces, lo que te puedes perder. Y el Dalai Lama dijo en una ocasión que “ si es posible, una vez al año hay que ir a algún lugar en el que no hayamos estado nunca. Hay que meditar y viajar dando rienda suelta a la imaginación” . Dos consejos de personajes memorables que utilizo como preámbulo del artículo de esta semana, en los que un viaje a Rabat, la capital del reino marroquí, y las sensaciones sentidas durante el mismo, serán los protagonistas.
He pensado siempre que lo mejor de un viaje es que te obliga a salir provisionalmente de ti mismo. Abandonar el “yo”, tan puñetero, a veces, tan dominante y obsesivo. Un ego en ocasiones narcisista y en otras culpable, educado para las normas, pero deseoso de infringirlas, obligado a la rutina y el deber.
Tomar un camino cualquiera que te aleje del suelo que pisas a diario siempre es una aventura, cuya intensidad  depende mucho más  de la imaginación que introduzcas en él, del ánimo con el que lo enfrentes, que del destino elegido. La vida, al fin y al cabo, lo dijo un pensador, es un estado de la mente.
No conocía Rabat. Creo que Marruecos, exceptuando Fez, Tanger y Marraquech, las ciudades fetiche de su turismo, no es excesivamente conocido por el español. Y digo español, porque nuestra historia está ligada a ese país con lazos fuertes, incluido los de la mucha sangre que nuestros hombres han derramado en esa tierra. Protectorado Español desde 1912 mediante el Tratado de Fez, recordemos que el mismo general Franco pidió ser enviado allí para combatir la insurrección rifeña y demostrar sus dotes militares, tanto en la guerra del Rif como en el tristemente famoso Desembarco de Alhucemas.
El país detrás del Estrecho, el llamado reino Alaui, sorprende por sus contrastes, también por la extraordinaria conservación de restos históricos. Rabat es monumental sin alharacas, como si quisiera dejar a Marraquech la fama y el ruido, los tópicos y la algarabía. Llegas desde Casablanca y una inmensa muralla rojiza te recibe como un anuncio publicitario. Alta, dominando con su piedra y hablando con su silencio. Viene a decir que el tiempo que fue sigue latiendo vivo dentro del tiempo que es, si sabes entenderlo. Que arcos, puertas, y azulejos no son simplemente adornos que Al Andalus tomó, sino formas en las que se refleja el alma de sus antepasados, su amor por la belleza, por el detalle ornamental.
Encima de un promontorio encuentras la Kasbah Des Ondayas, ciudadela que encierra el misterio ensamblado de estanques, jardines y palacete del siglo XVII (hoy museo de la orfebrería) en la misma línea de nuestra gran Alhambra, cuando ellos, los hijos de Alá, hicieron del sur de España, su reino más preciado. Te detienes un instante y una atmósfera de comunión artística-histórica se instala en tus meninges. Fueron una parte nuestra o nosotros hemos sido parte de ellos. La arqueología es tan eficaz como el ADN.
La Kasbah se nos muestra colgada sobre el río Bou Regreg, y su construcción tuvo origen en la época de los Almohades. Al internarte dentro de ella, surgen calles sinuosas pintadas en tonos de blanco y azul, múltiples escalones y puertas con tanto grabados que pertenecen a lo que en Hª del arte se llama “horrore vacui”. Como el dédalo griego, la pequeñas callejuelas podrían ser laberínticas si no surgiese de ellas el mago que habrá de acompañarte a cruzarlas. Aparecen como pequeños duendes buenos que solo quieren tu aceptación…y algunos euros o dirham como recompensa por mostrarte sus bellezas.
 Tomar un té en el Café del Moro es tan obligado como eficaz. Mientras, saboreas un pastel de cuernos de gacela, te dejas embriagar por el paisaje y embaucar por la sonrisa sin dientes de un hijo de Alá que te mostrará un arco iris de color transformado en kaftán, en collar o mil cachivaches similares. Son amables, en contra de lo que has pensado, sonríen y te ayudan, son serviles casi, porque su situación social les ha obligado a ello.
Puedes encontrar en la Medina polvo y basura sin recoger. Gatos que ahondan en ella y paredes faltas de cal. No creo que les importe a quienes viven dentro. Afortunadamente para el poder, sus habitantes son sumisos y se conforman con poco. Están habituados a lavarse solo, tal vez, para el rezo, a ser amables porque así conseguirán alguna moneda. La vida es para ellos una especie de Carpen Diem renovado hora tras hora.
Para el visitante con posibles, están los llamados Riad, hoteles construidos en casas palaciegas, bellos ejemplares de la arquitectura marroquí, que al extranjero imaginativo le puede hacer soñar en un pasaje de Las Mil y Una Noches.
Si hiciéramos un poco de sociología tendríamos que analizar como se mantiene una ciudad con tal alto nivel de diferencias económicas y sociales. Por qué no hay movimientos de repulsa hacia quienes  mantienen y aplauden una monarquía tan ajena a esas diferencias. No hay más que visitar el célebre Mausoleo de Mohamed V y sus aledaños, inmaculado trozo, impoluto rincón para mostrar y quedar bien ante los que llegan.
Ciudad de contrastes apreciables. Alta gastronomía y apretujadas zonas de baratijas y recuerdos con colores de ensueño. Tan cerca y tan lejos de lo que una vez fue para ellos su reino andaluz.
Saborear una Pastela mientras suena no muy lejos la voz del muecín, es una sensación afortunada. Les aseguro que si les gusta la fantasía, encontrarán a un Alí-Babá en cualquier esquina. Yo, personalmente, no encontré ni a uno solo de sus ladrones.
Ana  María  Mata
Historiadora y novelista

23 de junio de 2014

MARBELLERO DE HONOR



 (Artículo publicado en el periódico Tribuna Express el 19 de junio de 2014)
Aquel calor asfixiante y plomizo quedó como recuerdo desgarrado del día cruel en que se marchó. Veinticuatro de junio. Las hogueras de San Juan apuntaban en la lejanía sus lenguas de fuego. Marbella dijo adiós de forma casi inesperada a un hombre todavía joven que la amó desmesuradamente, cuya ausencia costaría aceptar y más aún tratar de suplir.
Diecisiete años ya de aquel día funesto. La noche en que perdimos todos al ser humano a  quien la suerte hizo caminar a nuestro lado. Marido, padre, amigo, médico, historiador, excelente persona. Irreemplazable conocedor del alma de su pueblo. De un pasado que  investigó con afán encomiable. Escritor de alta gama, de bella prosa con encabalgamientos casi líricos. Estudioso hasta el fin. Enamorado de la vida. Todo eso y más habitaba en el interior de Francisco Cantos Moyano, Paco, el amigo inolvidable al que todavía no le hemos perdonado la faena de dejarnos huérfanos de su presencia, de morirse.
Nadie merecía como él el pequeño homenaje que a título póstumo recibe. Marbellero de Honor. Su corazón quizás lo presentía desde los tiempos de juventud, cuando instaló a la ciudad en el fluir de su torrente sanguíneo. No he visto a nadie luchar por nuestro ser inviolable como lo hacía Paco. Por el núcleo esencial que constituye nuestra herencia histórica. Luchar con palabras y escritos para que fuésemos auténticos, desplazando las muchas naderías que querían añadirnos, las excentricidades que a manera de recargadas gárgolas íbamos soportando.
En aquella grande y hermosa casa donde nació, en la que su padre era ya personaje mítico, forjaría la vocación doble de médico y escritor. Me llamó en una bella presentación cultural, “mi vecina de enfrente”, y no he podido olvidar –porque lo era, ciertamente- su cuarto atestado de libros, la pequeña máquina de escribir y una foto de la Concha, la sierra cuya visión tanto placer le producía.
Estudió medicina cuando ya había recorrido el pueblo entero con su pequeño maletín de practicante: voluntad encomiable de un hombre dispuesto a conseguir sus objetivos. La ejerció con brillantez y con el gesto amable de quien trabaja entre los suyos, con su gente. Era famosa la media sonrisa tímida de Paco, oculta bajo sus gafas de miope que escondían la grandeza de una sencillez apabullante.
Necesitaba saber más y estudió la historia de Marbella desde todos los ángulos y épocas. Escribió artículos en diarios y revistas, organizó jornadas culturales para la Hermandad de los Romeros, de la que fue el más inteligente y entusiasta de los cofrades. Le dio alma, espíritu, cultura y amor. Fui testigo y puedo dar fe.
 En momentos en los que fuimos objeto de deseo únicamente por el oropel de los famosos, cuando nos convertimos para los de fuera en una especie de Sodoma y Gomorra, contamos con la firmeza de Paco, como emisario cultural que grita a los cuatro vientos  la verdad y esencia que existe detrás de una fachada banal.
Fue un hombre querido, y eso tal vez sea lo más importante. Afirmo rotundamente que nunca tuvo un solo enemigo, que el homenaje de ahora pudo haber sido antes, porque el pueblo lo esperaba con ahínco.
Aprendí tanto de él en generosidad como en conocimientos, que durante mucho tiempo después de su muerte esperaba su llamada para comentar un dato o una frase, un poema…hasta que la realidad se encargaba de bajarme del feliz compañerismo que habíamos tenido.
Nada me gustaría más que haber compartido con Paco el título de “Marbelleros de Honor” y tomar una cerveza, para celebrarlo con él, con  Mari-Loli y sus hijas.
Pero igualmente levanto hoy una  copa mirando al cielo, allí donde nos enseñaron a poner la mirada del “después”.
¡Va por ti, Paco, enhorabuena! Marbella y quienes te quisimos, no te olvidaremos nunca.
Ana  María  Mata
Historiadora y novelista
                                                            

8 de junio de 2014

LO QUE VA DE AYER A HOY


(Artículo publicado en el periódico Tribuna Express el 5 de junio de 2014)
Últimamente, y sin decirlo a nadie más que a ustedes, me ha dado por inspeccionar al prójimo en los paseos urbanos que, según los médicos, tan necesarios son para la salud. Para evitar el sedentarismo que me corroe, trato de realizar caminatas por distintos lugares y durante las mismas me ha surgido un talante de “flâneur” que desconocía poseer y a través del cual intento captar curiosidades y manías en las que a veces me veo reflejada. 
Visualizo, con envidia cronológica, por ejemplo, las cada vez más cortas faldas de jovencitas en flor, hasta límites en los que dicha prenda deja de serlo para convertirse en braguita estirada. O la abundancia de ropaje “made en China” que posiblemente la crisis induzca a lucir como vestimenta generalizada. También la afición a  los perros caniches de los paseantes del paseo Marítimo, cual ola de afecto canino que prácticamente nos desborda. Pero de forma especial, y como fenómeno sociológico, digital y si me apuran patológico, destaco el hecho concreto y comprobado de no encontrar ni un solo paseante, joven o viejo, nacional o extranjero, burgués o mendigo, que no lleve en sus manos o pegado a la oreja el consabido teléfono móvil. De mayor o menor calibre, con variantes infinitas, pero teléfono sin cable, al fin y al cabo.
He llegado a la conclusión, -por otra parte nada difícil- de que la humanidad al completo no concibe ya la existencia sin él. Pido disculpas virtuales a supuestas tribus en extinción cuya forma de vida desconozco…pero aún con ellas me atrevo a sostener un atisbo de duda.
A pesar de haberse transformado en un utensilio tan normal hoy  como puede serlo un cepillo dental, hay momentos en los que tal vez por aburrimiento o pereza de  pensamientos más trascendentes, intento recordar como era nuestra vida antes de que el móvil se erigiese en protagonista principal de la misma. ¿Qué hacíamos cuando no existían, al bajar de un avión, pongo por caso? ¿O en esos minutos de espera en un restaurante? ¿Cómo nos citábamos con los amigos?...y si vamos más lejos ¿podíamos vivir sin controlar a la pareja, o al hijo adolescente?
Estoy convencida de que es ese el gran interrogante para psicólogos y quienes se dediquen a cierto tipo de antropología. La dependencia asumida. Estudiar que clase de personas éramos “antes de y después de”. Dar en el clavo de cómo la tecnología y los medios de comunicación nos han hecho ser distintos. Si en realidad dichos artefactos han generado unión o más soledad. O si la servidumbre de un pequeño aparato nos crea ansiedad cuando comprobamos que no lo llevamos encima. Tanta como para volver por nuestros pasos si nos damos cuenta de su ausencia a dos kilómetros de donde vivimos.
Cuando me acuerdo de Orwell y su célebre novela “1984” siempre digo para mí que tenía razón, pero quizás no imaginó que la cárcel y el dominio vendrían también a través de la electrónica.
Lo peor  (algunos dirán que lo mejor) es que al parecer esto no ha hecho más que empezar. Que nos esperan días venideros con tanta inteligencia artificial acumulada como para no hacer nada que no sea contemplar las nubes y su hermoso movimiento.
Lástima que además de ventajas tengan el inconveniente de anular la intimidad y facilitar contactos no muy fiables para niños y adolescentes. Que sirvan para estimular el insulto y la grosería anónima. Incluso para publicidad de terroristas y asesinos.
Estamos atrapados en las redes, como suelen decir. Voluntariamente sometidos a ellas, como al amor y sus fatales consecuencias. Nos olvidamos de que el exceso de ellas no solo consume visión y augura dolores de espalda, también se lleva un tiempo que podríamos utilizar en actividades que vamos ralentizando en detrimento de algunas neuronas cerebrales, como la lectura.
Vivimos inmersos en un mundo de teclas y pantallas, de dígitos y mensajes abreviados hasta la náusea. Cautivos en un sillón y encadenados a un luminoso artilugio sin los cuales hoy por hoy nos sentiríamos tan vacíos como si estuviéramos muertos.
Ana  María  Mata

Historiadora y novelista    

1 de junio de 2014

UNIVERSIDAD EN EL HOSPITALILLO


(Artículo publicado en el periódico Tribuna Express el 29 de mayo de 2014)
Noticias como esta bien merecen líneas de reconocimiento. De felicitación a quienes hayan intervenido en el hecho y de gozo porque nuestro Hospitalillo parece que va consolidando su papel como receptáculo cultural. Enhorabuena. He dicho “nuestro” y nunca como en esta ocasión el pronombre está justificado. El Hospital Real de la Misericordia fue y sigue siendo, para los que a su lado hemos pasado de la infancia a la madurez en la ciudad de Marbella, el “Hospitalillo”. Diminutivo cariñoso que fue creciendo en nuestro lenguaje popular al mismo tiempo que sus funciones originarias iban perdiéndose, fruto de la evolución histórica.
Todos sabíamos de la riqueza patrimonial que los siglos habían acumulado en él, aun cuando en años pasados sufriera un abandono injusto por parte de los respectivos munícipes. A pesar de ello nunca perdió el carácter primordial de ser un lugar para curarse. Aunque su pomposo nombre de Real Hospital sucumbiese al más adecuado de hospital menor durante los siglos XX y principios del actual.
Dicen los documentos antiguos: “Hospital para que en él se curen las personas forasteras”, de acuerdo con la función otorgada por los Reyes Católicos a finales del siglo XV. Dos plantas, con un pequeño patio central con bellas arcadas. Capilla con puerta tallada mirando a la calle San Juan de Dios de techo artesonado y Camarín con imagen de la Virgen de los Reyes. En ella se decía misa cantada todos los años el primero de mayo por las almas de los Reyes Católicos, sus fundadores.

No dudo que cumpliría su cometido durante largo periodo de tiempo. Después fue diluyéndose como los periodos de la Historia. Tal vez hubo una época con menos forasteros, o los que habían eran menos necesitados. Quizá faltaron fondos para su mantenimiento. La realidad es que llegó hasta el siglo pasado con sus posibilidades muy mermadas pero en pié.
Mis recuerdos personales guardan de él unas cuantas habitaciones en la planta alta donde pernoctaban personas enfermas con escasos recursos y en ocasiones, algunas otras que habiendo sufrido un percance de salud no podían ser trasladadas a la capital. Me acuerdo del terrible accidente de tráfico de Juan Luis Lorenzo, persona muy conocida, a quien –imagino- por su gravedad no pudieron mover a un hospital superior.
En la memoria aparece también en el ala de arriba la vivienda del muchas veces alcalde de la ciudad, Francisco Cantos y su familia.  Recuerdo el patio, con los bellos arcos a punto de caerse en pedazos y algunas macetas a su alrededor.
Tal vez a quien mejor recordamos los de antes es a Mariana. Porque durante años fue el alma del Hospitalillo, su guardiana, directora, aprendiz de practicante y casi de médico. Mariana vivía en él y, en una habitación que servía a manera de consulta para casos de emergencia, donde de vez en cuando aparecía un galeno, ella reemplazaba sus ausencias con la habilidad que la práctica concede para curar heridas a niños accidentados, incluido el poner puntos de sutura con manos maestra. Hablo con la experiencia de una madre a cuya hija le incrustó nada menos que diez en pleno rostro.
Mariana, que en su juventud parece que fue republicana, tenía una historia secreta que dejó de serlo. Haber ayudado a ocultar una imagen sagrada de la Encarnación para que los “rojos” no la destrozasen. La conocí ya reconvertida a la iglesia, presencia imprescindible en procesiones y autora de un Belén cada navidad, muy cuidado, al que nadie dejaba de visitar.
El Hospitalillo resplandece hoy, tras su recuperación y restauración de hace pocos años. Alberga la sede de la UNED donde se estudiaban las carreras de Derecho y Turismo así como el Acceso a la Universidad para mayores de 25 años. Ahora se ampliará este abanico para ofertar el primer año de Psicología, Pedagogía y Trabajo Social.
Magnífica opción que aparece como un rayo de luz en Marbella en momentos en los que el país entero llora por la sequedad cultural en presupuestos culturales.
Creo que no podía el Hospitalillo desear mejor suerte. Cada vez que paso junto a él o me siento en una de sus sillas como receptora de algo que engrandecerá mi espíritu, siento alegría íntima por su vitalidad y lo que para nosotros representa.
Folios y muchos renglones llevo escritos sobre su abandono. Agradezco que las lágrimas hayan dejado paso a la mayor de las sonrisas.
Ana  María  Mata
Historiadora y novelista