27 de septiembre de 2011

PROFESORES CON ALMA



A Miguel Angel Hernández.
                                                                                               
In  Memoriam.
 

En estos días en los que educación, enseñanza y profesores están de actualidad por problemas tan antiguos como ineficazmente resueltos y en los que el papel del enseñante a veces queda en entredicho, escribo las líneas que siguen, en primer lugar para mostrar mi apoyo a ese gremio al que considero tan especial como difícil, bella e indispensable su labor. El lugar que deberían tener en esta sociedad –adormecida e idiotizada al día de hoy- sería de primera fila si no volviésemos la vista hacia otro lado cuando nos enfrentamos a lo verdaderamente esencial para el ser humano.
Lo hago con el corazón encogido por la triste noticia del fallecimiento de un profesor y amigo que durante cerca de treinta años ejerció en el Instituto Sierra Blanca como profesor de Geografía e Historia y del que, estoy segura, muchos de sus alumnos guardan un recuerdo imborrable. No era, vaya desde el principio, un profesor al uso. Lo suyo nunca fueron las clases magistrales, la oratoria fácil o de larga verborrea. Ni las duras exigencias del programa-que solía llevar a su manera- y mucho menos la memorialización  que impide el raciocinio y el análisis.
Su frágil voz, quizás, mezclada con un carácter que lo personalizaba sin equívocos, le impulsó a utilizar métodos diferentes que desde María Montessori en adelante ( y el los conocía muy bien) pululaban por Europa entre los más avanzados para la formación didáctica. Una película explicaba mejor que cualquier discurso el tema de las dictaduras, por ejemplo, y para eso estaba Charlie Chaplin para demostrarlo. O la demografía descontrolada vista a través de un magnífico documental sobre la India. Tampoco era necesario parlotear y aburrir para que entendiesen la Segunda Guerra Mundial , cuando directores magníficos como Kubrick y compañía podían hacerlo con sus imágenes y guiones.
De paso, sus alumnos le tomaban cariño al Cine, con mayúsculas, que era otra de sus pretensiones. Porque en esta materia era un sabio escondido. Alguien con tan gran conocimiento de la pantalla, del arte hecho película, incluso de las más desbaratadas técnicas, que de hacer una tesis doctoral sobre él hubiese conseguido más que Cum Laude. Recuerdo su devoción por Victor Erice, por el Fernando F. Gómez de la última época, por Visconti, Antonioni y Truffaut, La Magnani y la Herpbun…Buñuel y Bergmann. Sabía como contagiar esta pasión suya, y lo hacía con el único descaro que le he conocido en los años en que dialogábamos sin cesar, es decir, en los que él, extraordinario “escuchante”, respondía de tarde en tarde a mis encendidas peroratas.
Como supo, bien lo sabe Dios, inculcar a sus alumnos el amor a la Música. Eran dos amantes, decía, Cine y Música, que nunca le defraudaban. Y aquellas largas madrugadas enchufado al antiguo tocadiscos, daban como resultado cintas y más cintas que ,cuidadosamente grabadas, regalaba después.  En las que Mozart y Albinoni parecían “jugar” con Modugno, Los Brincos o Los Beatles. Donde un poema recitado de Cernuda tenía como fondo a Mahler o Stravinsky.
Me confesó una vez que solo la Música lograba hacerle olvidar los interrogantes de una Trascendencia que parecía llevar grabada a hierro y fuego. Necesitaba respuestas que, al no conseguir, le atormentaban. Por ello el Cosmos le atraía de forma tan especial, aunque su infinitud le aterrorizara en cuanto dejó la niñez. Hubiese sido un eterno Peter Pan voluntario si su desgarrada mente lo hubiese permitido. No lo hizo, y a veces, una copa era lo único que sujetaba sus pies a un planeta al que solía ridiculizar por su pequeñez con solo posar sus azules ojos en el cielo.
Cambiábamos libros por discos como niños con cromos. Quería atraerlo hacia la novela, pero siempre prefería las de fondo oscuro  (acostumbraba a decir) o el ensayo. Le interesaba el psicoanálisis tanto como detestaba lo que de él se podía deducir. La infancia desdichada era  uno de sus temas preferidos, tal vez por ello, era incapaz de gritar ni al más horrendo de sus alumnos. O de suspenderlos, llegado el caso, pero poco debe importar hoy a quienes lo hayan sido si no supo enseñarles la presión atmosférica, borrascas o ciclones. Ni los extraños nombres de los países africanos. Les indujo a pensar, analizar y concluir. A diferenciar lo bello de lo comercial. A quedarse embobado ante una sinfonía. A conocer el encanto de la bondad.
Miguel, no quería escribir tu nombre porque demasiado bien sé que no te hubiese gustado. La emoción me ha jugado esta faena. Perdóname.
Hasta siempre, en el cosmos, la tierra o el vacío. Ahora lo sabes por fin, cuando no podemos tomar el café deseado.
Nos quedan tantas cosas de ti…cómplice y amigo de verdad. Fuiste la otra parte, siempre fiel, de un abrazo.

Ana   María   Mata
Historiadora y novelista   

   

13 de septiembre de 2011

LIBROS DE VERANO

(Publicado en el diario Marbella Express el 13 de septiembre de 2011)

Para romper, quizás, con la rutina semanal de hacer una crítica –que espero constructiva- sobre alguna de nuestras muchas carencias, he decidido en un alarde de subjetividad escribir este artículo que desde tiempo atrás ronda en mis neuronas de lectora no ya apasionada sino confieso que compulsiva y casi, casi enfermiza de todo lo que en letra impresa llegue hasta mis ojos.

Un asunto, insignificante, desde luego, pero insistente en el tema de los libros, es el que los califica de diversas maneras, entre las cuales se encuentran dos para los que nadie aún me ha dado una explicación convincente. La primera es el apóstrofe ”literatura femenina” que algunos, críticos insignes incluidos, colocan junto a títulos de obras escritas por mujeres. La segunda, mas generalizada, es la muy habitual en listas de ventas, síntesis o cintas publicitarias, definiéndolos como “libros de verano”.

Verán, o servidora es muy analítica, o demasiado torpe y obstinada para no poder o querer comprender lo que puede haber detrás de estos calificativos.

¿Por qué un libro escrito por una mujer ha de ser llamado literatura femenina y el escrito por un hombre no lo es como “masculina”?. Sobre ello, creo que además del interés del editor para aumentar ventas, (dado que las mujeres parecer ser mucho más lectoras que los hombres), no encuentro otra razón que no sea la falta de sensibilidad del crítico sobre algunos temas, que le parezcan “blandos”, y de por sentado que al igual que a él, no interesarán a sus compañeros de sexo.

Pensar que una mujer no es capaz de escribir con idéntica calidad literaria o diversidad de temas, y no digamos rigor histórico que un hombre, es un lastre machista que por su anacronismo deberían evitar los que se tengan por buenos lectores.

Me intriga más los llamados Libros de Verano. Proliferan últimamente como las plagas de horribles cucarachas este año. Quisiera poder entender qué origina el que una novela como “El jardín olvidado” de Kate Morton, con sus más de cuatrocientas páginas y un argumento repleto de tristezas y desventuras (niña abandonada dos veces, búsqueda de sus infames orígenes) vaya por la edición número doce, y sea considerada “de verano”. Tampoco comprendo el primer lugar en las listas de “Si tu me dices ven lo dejo todo…”de un tal Espinosa, con reincidencia en lo de los niños perdidos y en este caso su busca en Capri por un joven y un anciano que reparten entre ellos almibaradas frases de amistad y consuelo. Para acabar con el tercero, “En el país de la nube blanca”, de Sara Lark, nuevo tocho de grosor insoportable en el que dos chicas emprenden un viaje a Nueva Zelanda para contraer matrimonio con dos desconocidos.

Si me permiten la petulancia, ninguno de los nombrados alcanza lo que podíamos llamar un nivel literario digno y respetable. Sus valores están en el elevado número de páginas, y una temática a caballo entre el drama lacrimógeno, algo de autoayuda y una saga femenina a la antigua usanza que haría sonreír a la mismísima Corín Tellado.

Llamar de verano a libros que casi no puedes sostener por su peso, y que propician lágrimas contenidas entre chapuzón y chapuzón, tiene algo de masoquismo y mucho de engaño voluntario. Nunca entenderé cual es la causa de que la buena literatura sea considerada poco agradable de leer, extremadamente difícil ( olvidemos por ahora el “Ulises” de J. Joyce) o libros para temperaturas frías y húmedas.

No hay libros de verano, otoño o invierno. Ni literatura escrita por mujeres u hombres. Existen buenos y malos libros para todas las estaciones y escritos por personas. Eso es todo. Y como dicen que para muestra basta un botón, me permito recomendar al tiempo que indago cual sería el criterio para publicitarlos aparte de la maestría de sus autores, los siguientes, leídos entre refrescos y sudores :

“El ruido de las cosas al caer”, del colombiano J.Gabriel Vásquez, una filigrana de narración, emotiva, particular, íntima y evocativa. “Las vidas de Dubin”, del desaparecido Bernard Malamud, maestro de Roth y Updike, genial creador de la intimidad emocional y cotidiana, magnífico en diálogos y exposición. Y el intenso fresco coral que representa “La bofetada”, de Christos Tsiolkas, ubicada en una Australia multicultural donde ocho voces excelentemente perfiladas recrean problemas actuales, como el éxito económico, la belleza física y la fuerza o decadencia de los genitales.

No lo encontrarán entre los calificados como libros de verano. Pero tal vez septiembre sea el mes apropiado para deleitarse con ellos.

Ana María Mata
Historiadora y novelista